Abrí los
ojos, y por un segundo no supe donde me encontraba. Tuve esa sensación en la
que por un breve espacio de tiempo te olvidas de quien eres, de dónde estás y
que te ha llevado hasta ese lugar. Pero en ese momento, una voz inconfundible
me trasladó nuevamente a la realidad.
“Señores
pasajeros les rogamos mantengan vigilado su equipaje en todo momento”. Esa voz,
que tantas veces había escuchado mientras esperaba, en la terminal, la salida
de mi vuelo, está vez sonó más cercana.
Llevaba años
visitando esa terminal. Utilizar el avión como medio de transporte se había
convertido casi en una rutina para mí, supongo que es una de las ventajas o
desventajas de haber nacido en una isla, todavía hoy no lo tengo muy claro. Lo
que si tenía claro era el ritual por el que pasaba cada vez que un viaje se
aproximaba.
Primero, los
nervios y la excitación por emprender un nuevo viaje, que lugares visitaría, a
que gente conocería, que haría mientras estuviese allí. Luego, preparar la
maleta, difícil tarea. Despedirme de todos. El camino al aeropuerto. Pasar los
controles. Después de semidesnudarte, sacar el ordenador del bolso, beber hasta
la última gota de la botella de agua que habías olvidado en el bolso y
cerciorarte de no llevar nada que pudiera provocar heridas leves o graves a
terceros, te encuentras en la terminal.
Mientras te
tomas un café haciendo tiempo hasta el embarque de tu vuelo ves a cientos de
personas. Van de un lado para otro, desayunan, se compran un libro o una
revista, juegan con sus hijos, hablan por teléfono, navegan desde su i-phone
último modelo o incluso se van de compras. Hoy en día, las terminales de los
aeropuertos se han convertido en pequeños centros comerciales que ofrecen
servicios adaptados a todos los gustos.
Pero hoy nada
había transcurrido como de costumbre. Era un viaje improvisado, generalmente
los que más me gustan, porque todo ese ritual es más intenso. La primera señal,
de que hoy todo sería distinto, tuvo lugar cuando la alarma del despertador no
sonó a la hora indicada. Ya llegaba tarde y no sabía si llegaría a tiempo. Me
levanté de un salto, apresuradamente me vestí y aún con las legañas en los ojos
cogí la maleta y me dispuse a emprender este nuevo viaje.
Cuarenta y
cinco minutos después esa voz inconfundible me transportaba a la realidad “Señores
pasajeros les rogamos mantengan vigilado su equipaje en todo momento”. Abrí los
ojos, respiré hondo y supe que no llegaba tarde, que estaba donde debía estar y
que mi nueva aventura empezaba en ese mismo instante.
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